FEDERICO MIRÓ: VESTIGIOS Y TRAMAS DE UN PASADO PRESENTE
Descubrí la obra de Federico Miró (Málaga, 1991) junto con el resto del jurado que conformamos la selección de los Circuitos de Artes Plásticas para su edición XXVII, en el año 2016. Lo que nos llamó la atención de inmediato en su pintura fueron dos cosas: la originalidad y fijación de su iconografía junto con la obsesión por una técnica absolutamente especial, detallista y singular.
El trabajo de Federico Miró se mueve entre la tradición y la modernidad, con todas las implicaciones que esto incluye: podemos decir que una correcta interpretación de la tradición es lo que nos hace ser contemporáneos, negociando el pasado y el presente de una manera mágica, en una correlación atemporal. Y a eso se dedica Federico Miró.
Una labor extenuante, de largo plazo, es la que absorbe a este artista. Cada cuadro tarda bastante tiempo en realizarse, por su minuciosidad detallista, asunto que no se percibe tan fácilmente al ojo del espectador. Sólo su autor sabe de los sudores y lágrimas que le ha costado terminarlo. De las capas y entramados que existen debajo de lo que tenemos a la vista. Una vez más, esa devoción -y esa paciencia de santo Job- escondida detrás de la obra. Esa fijación “mironiana” por los bordados de las telas, verdaderas naturalezas muertas encriptadas y disecadas en el ornamento que viste de lujo a las figuras religiosas, vírgenes y santos, para su máxima devoción.
Esa iconografía de brocados profusamente estampados, pasados por el píxel, son marca de la casa Miró. Esa evocación literal de lujosas texturas, de tapices que sólo la iglesia podía pagar en tiempos barrocos para mayor gloria de un poderoso estamento como era el religioso. Miró ejerce una sutil a la vez que brutal transgresión temporal entre siglos de distancia, creando una finísima línea invisible -título que tiene esta exposición- y reactualizando mediante sus pinturas esas telas que literalmente, habían quedado para vestir santos o decorar grandes palacios.
La riqueza cromática de la obra de Federico Miró viene también dada por los bordados en los que se basa, de origen renacentista y barroco, todo ello sometido a un horror vacui donde nunca hay espacio para un blanco en el lienzo, rellenándolo por completo con riquísimos tonos que lo inundan hasta el borde del bastidor y por detrás del mismo. Lo ordinario, que es una sarta de pinceladas, se convierte en extraordinario en un conjunto perfecto de gamas de color y trama sincronizadas, creando un ritmo continuo, un juego pictórico perfectamente coreografiado.
Y así, estas pinturas, en su exclusividad, tienen componentes tanto figurativos como abstractos, que parten de una fuente conceptual, creando un polo magnético que se mueve entre la realidad y la representación, a partir del cual el autor busca que el espectador “sea partícipe de un espacio nuevo de percepciones y apariencias dispares donde lo místico y lo banal se unen, fusionando la frialdad metodológica, propia de la alta tecnología, con la temperatura emotiva característica de una tradición que hace del arte un refugio espiritual”, según sus propias palabras.
Ahora, para esta exposición, Miró fija su atención en los paisajes de la pintura japonesa como fuente de inspiración -qué casualidad, Japón, el país que representa la interlocución perfecta entre tradición y modernidad- y decide formalizar unas nuevas reglas para sus cuadros: un formato único y una reducción de la paleta a una gama monocroma por cuadro. La técnica de capas sigue siendo la misma para la realización pero los colores áureos anteriormente utilizados son sustituidos por los de la naturaleza japonesa, provenientes del detalle de la rama de un árbol en flor o la tela de un kimono, con un resultado etéreo a la vez que más austero.
Lo que simula ser la reducción de la representación de un modelo a su copia, cobra identidad propia al convertirse en una abstracción de esa imagen representada, que deja de serlo para mutar en algo autónomo, destruyendo ese modelo para resurgir como algo nuevo, propio y genuino del pintor que nos ocupa.
“Me considero una persona muy metódica, meticulosa, tranquila y paciente, aptitudes que aplico a mi proceso de trabajo y que, a mi juicio, se plasman en la obra”. Quien dice estas palabras no puede ser otro que Federico Miró, enclaustrado en su estudio -que también es vivienda- como un monje en su celda, que vive de, por y para la espiritualidad de la pintura. Una pintura reposada, meticulosa, inserta en una cápsula del tiempo desfigurada y deconstruída a su gusto, cuyo origen es lo contemplativo en el término más romántico de la palabra.
Virginia Torrente