Un gesto sencillo
Mi origen urbano me mantuvo muy aferrada a terrenos acotados por asfalto durante gran parte de mi vida. Tal vez esto condicionó, en gran medida, mi comprensión de la naturaleza que, además de habitar desde lo externo, confieso, no encontraba una fuerte vía de comunicación con ella. Sin embargo, una fuga inconsciente me llevó a emigrar a un país en el que casi todos anhelan pasar sus días caminando entre árboles y nadando en sus lagos. Para mi significó irme casi al fin del mundo. Estoy hablando de Fin – landia. De esto hace ya diez años.
En el mundo de hoy, parecen ser pocos los que tienen el privilegio, o la mala suerte, de vivir en lugares en los que la pulsión terrestre tiene una presencia mayor al bullicio metropolitano. Éste parece haberse tornado un gran obstáculo para sentir el latido subterráneo que nos recuerda la existencia y el poder de las fuerzas vivas: potencias gobernadas en parte por el magnetismo que irradia del centro de la tierra.
Muchos, yo entre ellos, hemos accedido a este conocimiento del mundo a través del raciocinio y la lectura. Es una forma de trazar puentes hacia el saber: es un comienzo, sí. No obstante, en esta ecuación faltaba un elemento: el sintiente, ese derecho natural que más que denostado, sobrevive, en nuestros días, narcotizado.
Pensaba yo que ya había tocado norte. De repente, me propusieron un viaje al paralelo 78° de nuestra geografía terrestre: una visita a territorios del Ártico. Y fue esta llamada la que me hizo abrir los cajones de mi estudio y rescatar un proceso iniciado tras mi primera llegada Helsinki. Una intuición que aún no había encontrado hueco entre mis raciocinios artísticos: el frottage de una roca.
El archipiélago de Svalbard es territorio desconocido para muchos. Tal vez hayamos oído de hablar de él en documentales sobre cambio climático o geopolítica global. Es un importante foco de estudio para científicos, terreno explorado por aventureros, punto de encuentro de artistas... Esta porción del planeta, posee una geografía fascinante y alberga un auténtico tesoro geológico: fósiles perfectamente conservados que se remontan a los inicios mismos de la Tierra –los primeros bosques tropicales hoy ubicados en latitudes del polo. Estas improntas petrificadas revelan una imagen de muerte y extinción: cuerpos carbonizados que se tornaron roca para, fuera de toda aleatoriedad, atestiguar la huella de un tiempo profundo: una cicatriz.
La geología parece orientarnos en el vasto horizonte temporal, un cronos inasible desde lo humano, pero que al ser contemplado, aflora una consciencia de la propia pequeñez ante la intemperie del mundo. Geografías y geologías como las del Ártico imponen su crudo y tosco vacío a través de un paisaje que recuerda esa insignificancia nuestra, la crudeza del gesto soberano de la Tierra.
Ante este vigor, ya no pude razonar, sino sentir con fuerza el clamor interno de un desierto fósil, y decidí rendirme y reclamar, desde lo artístico, los orígenes más arcaicos de mis procesos para, con un gesto sencillo, liberar un calco por fricción: un contacto con lo inerte, un tacto para rescatar la voz de un eco ancestral.
Una impronta plana, papel-piel. Otra que, a modo de mapa en bajo relieve, despliega una paleoflora ennegrecida. Ambas testigo del descanso eterno de otro tiempo; opuesto y reflejo no sólo de un perecer, sino de un cuerpo contingente, una matriz viva y metamorfoseada por las fuerzas elementales y el tiempo, donde la materia orgánica, antes fugaz, deviene memoria fósil: vestigio de lo que fue vida, ahora signo silente de la impermanencia y de la continuidad inscrita en roca.
Inma Herrera
Helsinki, mayo de 2025