Entrar en esta exposición es un poco como entrar en un museo del siglo XVII… pero después de pasar por el mercadillo. Las obras, orgullosamente barrocas y cuidadosamente ejecutadas sobre terciopelo negro —ese material históricamente reservado para capas de magos, pósters de tigres o las paredes de los bares de carretera con luces de neón— adquieren aquí una presencia inesperada y porque no decirlo magnética.
El recorrido revela un empeño que oscila entre la devoción y la desmesura. Frente a estas obras a uno primeramente le da por reir y llorar a la vez, hasta que un detalle nos recuerda que muchas son reproducciones, copias reinterpretadas que el artista aborda con una mezcla de reverencia y descaro; entonces solo nos queda graznar: ¡Barroco tú!.
Lejos de esconder esta condición, el artista lo celebra. Para él, no es una imitación: es una conversación con un linaje pictórico que, según parece, jamás se le ha negado a nadie el derecho a versionarlo. Y en este caso, la copia no aspira a sustituir al original, sino a exagerarlo, a glorificar su propio artificio —como dijo Courbet: El arte no tiene reglas ni limites ¡otro Carajillo s'il vous plait — .
En cada cuadro, el terciopelo actúa como un festejo del “foscor” donde la teatralidad barroca se siente como en casa. Es un fondo que absorbe la luz con la misma intensidad con la que los puttis la reflejaban en sus dorados nimbos. Aquí, sin embargo, el negro profundo se convierte en un personaje más: un agujero que amenaza con engullir tanto a las figuras representadas como al espectador que se acerque demasiado. Quizá por eso ellas parecen mirarnos con un cierto desdén, conscientes de que su negrura es tan protagonista como cualquier santo, virgen o tigre que avanza por un skyline.
La técnica del artista oscila entre la fidelidad meticulosa y la pequeña travesura. En algunos fragmentos parece que la pintura intenta escapar del terciopelo, rebelarse contra la suavidad excesiva del soporte. En otros, la pincelada asentada, casi solemne, recupera la tradición barroca con un respeto que sorprende por lo que tiene de genuino. Es ese juego continuo, esa ambivalencia entre la devoción y la parodia, lo que convierte a ellas en algo más que simples copias: son reinterpretaciones teatrales, casi caricaturescas, de una historia del arte que se toma muy en serio a sí misma.
Si el barroco tradicional buscaba mover al espectador a la devoción, estas obras buscan moverlo… pero no se sabe muy bien donde. Puede que a la risa, al desconcierto o incluso a cierta forma de “ternurilla” involuntaria.
Al final del recorrido, uno sale con la sensación de haber asistido a un espectáculo donde las copias, lejos de resignarse a su condición, reivindican su derecho a brillar —o, mejor dicho, a absorber luz— con tanta dignidad como cualquier original. Ellas no pretenden ser más de lo que son. Y eso, en el fondo, es su gesto más valiente.
¡BARROCO TÚ!
Joaquín Reyes